Al final del Año Litúrgico, celebramos con alegría la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo. Esta celebración fue introducida en la liturgia de la Iglesia por el papa Pío XI en el año santo de 1925 (con la encíclica Quas Primas del 11 de diciembre del mismo año) y, sucesivamente, confirmada por Pablo VI en el nuevo misal romano (aprobado por la constitución apostólica Missale Romanum el 3 de abril de 1969) y colocada en el último domingo del Año Litúrgico. Como subrayó el papa Pío XI en la encíclica mencionada, «para que estos inapreciables provechos se recojan más abundantes y vivan estables en la sociedad cristiana, necesario es que se propague lo más posible el conocimiento de la regia dignidad de nuestro Salvador». El prefacio de la misa de hoy quiere acentuar el carácter divino-espiritual del reino de Cristo para la humanidad: «reino eterno y universal, reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, amor y paz». Esta solemnidad adquirió aún más importancia a partir del año 2021, cuando el papa Francisco trasladó del Domingo de Ramos a este día de Cristo Rey la celebración de la jornada mundial de la juventud en todas las diócesis del mundo.
En este clima festivo, el evangelio nos invita a meditar sobre algunas características particulares importantes de Cristo Rey y de su misión. Estos aspectos serán esenciales para nuestro seguimiento de discípulos, llamados a continuar la misma misión de llevar el reino de Dios a todos.
Con este breve, pero denso pasaje del evangelio de hoy, la liturgia quiere recordar el último momento de Jesús en la cruz. Nos transporta al “Viernes Santo”, al final de su vida terrena y, al mismo tiempo, al culmen de su misión.
La burla blasfema de los jefes de los judíos, de los soldados romanos y de uno de los malhechores, subraya la humillación y la tragedia del momento. Se tiene la impresión de escuchar de todas partes un estribillo con un ritmo terriblemente martillador: “¡Salva! ¡Salva! ¡Sálvate a ti mismo!”.
La falta de reacción de Jesús a las provocaciones hace emerger, sin embargo, toda la paciencia, la mansedumbre, la determinación “regia” de alguien que tiene solo una cosa en mente, como el declarara a la edad de doce años (la edad de la adultez en el Pueblo de Dios según la tradición judía): «¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). Fue Jesús quien quiso, ardiente y resolutamente, cumplir el viaje a Jerusalén para realizar «en el Hijo del hombre todo lo escrito por los profetas» (Lc 18,31). Por eso, se podía “escuchar” desde el silencio de Cristo en la cruz, una respuesta a aquel estribillo blasfemo de los que se burlaban, un signo de fe y fidelidad total a Dios: “Santo, santo, santo el Señor Dios del universo”.
La misión de Jesús fue siempre aquella de cumplir el designio del Padre para la salvación de todos, incluso la de los que no lo comprendían, que se burlaban de Él, que lo crucificaron, y todo a costo de su propia vida. Aquí se encuentra la grandeza del rey divino, el Cristo de Dios, el elegido. Este será también el camino de cada uno de sus discípulos-misioneros, llamados a tener, como Cristo Rey, la misma paciencia, mansedumbre y determinación “regia”.
En la escena de la crucifixión, San Lucas nos regala en primer plano la conversación entre Jesús y el “buen ladrón” (caso único entre los evangelios). Emerge aquí, como en otros episodios del evangelio de Lucas, que escuchamos durante este Año Litúrgico, un Jesús lleno de misericordia. Él es el rostro del Dios misericordioso para los últimos, los excluidos, los arrepentidos, los necesitados. La misión de Cristo Rey es la misericordia. No es una casualidad que antes del episodio del buen ladrón, Jesús oró por el perdón de sus carnífices: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34), ¡y esto incluía también a aquellos que pensaban o se enorgullecían de saber lo que hacían!
Su reino fue y es para siempre el reino “de vida […] de amor y de paz”, si volvemos al prefacio de la misa de hoy, y este será siempre más grande que cualquier pequeñez humana. La conmovedora petición del ladrón arrepentido, después de haber reconocido con sinceridad la consecuencia de su pecado, defiende la inocencia de Jesús y se vuelve modelo de oración para todos los discípulos y para todas las personas necesitadas de la salvación en el momento de la prueba y de la muerte: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Estas palabras recuerdan la invocación de los miembros del Pueblo de Dios pidiendo la misericordia divina: «Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas» (Sal 25[24],6).
Frente a la súplica estremecedora del ladrón, en la que se puede oír la voz de todo hombre y mujer que busca la salvación, la respuesta de Jesús no se hace esperar, y es tanto bella como densa de significados teológico-espirituales: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso». Como se ve en la formulación inicial (“En verdad te digo”), se trata de una declaración intencionalmente solemne, como si quisiese anunciar a todos lo que se decía a uno solo. Jesús promete, asegura, la salvación al ladrón; es decir, estar en el paraíso con Él. ¡Eso se realizará “hoy”, en este día de “viernes santo”! (No se dice: ¡Espera, querido ladrón, tres días colgado en la cruz, cuando yo resurja el tercer día, entonces, estarás conmigo!)
Este «hoy», por tanto, no se refiere al tiempo material, sino que es el eterno hoy de la salvación ofrecida por Cristo Rey Crucificado. Ese hoy lo era ya para Zaqueo, cuando acogió a Jesús en su casa. En esa ocasión Jesús declaró: «Hoy ha sido la salvación de esta casa […]. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,9-10). Este «hoy» había sido ya proclamado por Dios a través de sus ángeles en el momento del nacimiento de Jesús: «hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor» (Lc 2,11). Lo mismo se encuentra después en boca del mismo Jesús, en la sinagoga de Nazaret, al inicio de su actividad pública: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21). Es el hoy de la misión de Jesús que lleva el evangelio divino a todos los necesitados, con el fin de reunir a todos los hijos dispersos de Dios en el reino de paz y de salvación.
Este «hoy» de Dios y de Jesús, continúa también ahora, y todos los discípulos de Cristo son llamados a anunciar a todos ese “día” del Señor que, en último análisis, no será un día nefasto de condena y fuego, sino de perdón y salvación. Independiente de cuan feo, malvado, pecaminoso pueda ser el pasado que cada uno lleva sobre sus espaldas, bastará dirigirse a Jesús, Rey Crucificado, invocando con sinceridad su nombre, así como lo hizo el buen ladrón. Él espera siempre a todo hombre y mujer con paciencia, comprensión y misericordia. Dando al “buen ladrón” el paraíso, Cristo rey en la cruz continua místicamente a esperar el retorno del otro ladrón, el “malo”, para poder donar también a Él el «hoy» de la salvación en su reino.
Es necesario llevar este grande misterio del amor de Dios en Cristo a toda persona en el mundo, tanto en tiempos oportunos como en los inoportunos. Así se expandirá por atracción el dulce reino de Cristo Rey Crucificado, el cual prometió proféticamente: «Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). Que estén en nuestro corazón y en nuestros labios aquellas palabras sacras, que nos ayudan a compartir con todos la verdad del «hoy» eterno de nuestra salvación en Cristo, Hijo de Dios y Señor nuestro: «Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,16-17).
© All Rights Reserved The Pontifical Mission Societies. Donor Privacy Policy Terms & Conditions.